Lo digo antes de empezar: Coco es una gran película; es un derroche de imaginación, al servicio de una gran historia.
Así es. Pixar ha vuelto a dar en el clavo, con un cuento —una fábula, diría yo— muy original, emotiva y profunda que demuestra que los de la compañía del flexo juegan en otra liga. No porque las diecinueve películas que han realizado sean perfectas —tres o cuatro de ellas no tienen el nivel que cabría esperar—, sino porque a lo largo de sus ya más de treinta años han sido capaces de romperse los sesos para contarnos historias muy “reales” dentro de sus fantásticos mundos fantásticos…; y perdón por la redundancia (que en realidad, pensadlo bien, no lo es…).
Coco es una película llena de música y de color. Pero no es, como he leído a alguno, una imitación de los clásicos de Disney, donde los personajes dialogaban cantando. Aquí, los protagonistas cantan, como quien lee un libro en voz alta, o declama una poesía, o representa una obra de teatro…; es parte del guion, también, pero no del diálogo. Técnicamente, los dos casos serían música diegética, pero hay diferencia. Quizás sea solo cuestión de matices.
Y cuento esto porque Coco es una película distinta a lo que ha hecho hasta ahora Pixar, en la que la música —diegética— juega un papel muy importante.