¿Estamos ante Pixar o ante Disney? La verdad, creo que da igual. ¡Rompe Ralph!: hay que sentarse, verla y disfrutar. Porque, realmente, vale mucho la pena. He defendido mucho en este blog la necesidad de que las películas –las historias– tengan bueno personajes. Profundos y de tres dimensiones. Y ¡Rompe Ralph!, no sólo los tiene, sino que se dejan querer. Mucho. Muy bien trabajados: a su página web me remito, donde hay una pequeña biografía de cada uno de ellos.
A mi entender, entre otras cosas importantes a la hora de crear personajes, es que no haya nadie tan malo, tan malo, que, en cierto modo, seamos incapaces de identificarnos con él; ni nadie tan bueno, tan bueno, que nos apartemos porque nos parece bonito ahí, en la pantalla, pero ya está: terminada la historia, game over. Demasiado exagerado. En cambio, en este nuevo clásico Disney –este sí me parece que puede serlo–, no hay final de la partida. Hay un press start: iníciala.
Ralph es el malo de un juego de 8 bits que cumple 30 años. Su trabajo: romper un edificio que siempre acaba reparando Félix con su martillo mágico. Por eso, el juego se llama “Félix: repáralo todo”. No es que sea un gran juego pero, aún sin tener mucha fama, a los niños les gusta. El problema es que Ralph está cansado de ser el malo y vivir en una pocilga, sin ganar nunca ninguna medalla y que los vecinos del ático que siempre rompe nunca le traigan un pastel. Así las cosas, un buen día decide cambiar de juego para poder ganar una medalla y, así, tener amigos con quien compartir penas y gloras; pero no es consciente de los graves problemas a que esto puede llevar a la gran central de juegos.